El investigador Jorge Amaya, del Centro de Modelamiento Matemático de la U. de Chile, creó un enorme algoritmo, capaz de hacer correr cientos de miles de ecuaciones para responder una sola pregunta: ¿cómo mejorar la educación pública chilena? Sus respuestas arrojan desde cómo, cuánto y dónde invertir, hasta qué colegios cerrar y cuáles abrir.
Lo que va cayendo, por el costado de la pantalla blanca, es una hilera de números. Valores pequeños, más que nada unos y ceros, un tres, un cinco, algún símbolo algebraico, y de nuevo lo mismo, o parecido. Paula Uribe, de 33 años, pelo crespo y lentes, los mira caer: lleva una década haciéndolo y es la única que los entiende. A su espalda, en una oficina pequeña en el piso seis del Centro de Modelamiento Matemático de la Universidad de Chile, una pizarra está saturada de números que dictan órdenes. Las leyes no están escritas con palabras, sino con ecuaciones, que a su vez están compuestas de variables.
En el caos, se alcanzan a distinguir algunas obvias, como la cantidad de colegios y de alumnos, pero en la pantalla están todas: en este caso, una simulación de todo el sistema público de Peñalolén y Maipú, 50 mil variables que alimentan a cien mil ecuaciones, y que van arrojando los números de una hilera angosta. La ingeniera sabe lo que dicen: que hay que cerrar un colegio, abrir otro en cierta esquina, fusionar otros dos.
Frente a ella, el ingeniero matemático y doctor en Ciencias Aplicadas Jorge Amaya, de 64 años, camisa blanca y lentes, se ve entusiasmado. Luego de cinco años de hacer pruebas piloto, y de corregir y mejorar su enorme algoritmo una y otra vez, en el último tiempo las cosas parecen estar acelerándose: el mes pasado consiguió una reunión con técnicos del Ministerio de Educación para mostrarles su tecnología, y desde enero Corfo les está aportando 150 millones de pesos para completar su desarrollo. Antes, lo habían presentado al gobierno previo, a municipalidades y corporaciones educacionales, pero el entusiasmo nunca había llegado a términos concretos. Ahora, al mediodía de un martes lluvioso, se acerca a la pantalla por la que siguen cayendo los datos, y trata de explicar con palabras lo que hace el algoritmo que tardó seis meses en escribir en un papel, y que ahora tardaría media hora en escribir en la pizarra.
¡Son miles de variables! Un caso grande, como todas las escuelas de Santiago, puede llegar a tener un millón de variables. Horas de enseñanza, salas de clases, cantidad de cursos, si es técnico-profesional, cantidad de profesores, horas lectivas: variables lógicas, geográficas, demográficas. Todas estas cosas el algoritmo las analiza para lograr una solución que satisfaga la demanda educacional de los niños al mínimo costo. Todas las alternativas. Cerrar un colegio, abrir un colegio, dónde abrirlo, primario o secundario, para cuántos niños, con cuántas horas. Todo.
Lo que están corriendo ahora no es todo. Son 40 colegios, de Peñalolén y Maipú, y el algoritmo tardará poco más de cinco minutos en llegar a su respuesta. La información subirá nueve pisos desde el subterráneo en que se encuentra la única cabeza capaz de procesarla a esa velocidad: Leftraru —Lautaro, en mapudungun—, un supercomputador de más de un millón de dólares, el más poderoso de Sudamérica, financiado por Conicyt y administrado por el Centro de Modelamiento Matemático para todas las universidades del país. En él, los cincuenta investigadores del centro intentan encontrar soluciones matemáticas de vanguardia para resolver problemas concretos de la sociedad. Y en él, Jorge Amaya busca las claves matemáticas para una de las grandes preguntas de la reforma educacional: cómo volver a potenciar, a un costo asumible, toda la educación pública chilena.
Para eso, su algoritmo, que a falta de una buena idea por ahora llaman MORE –Modelamiento de Recursos Educacionales–, es capaz de dar varias respuestas: según el tamaño de los datos que se suban a su sistema, que puede abarcar desde un barrio hasta el país entero, cientos de miles de ecuaciones entregan la mejor distribución de recursos posible, con el pie forzado de que ningún niño deba ir a una escuela que quede a más de diez minutos de su casa. Fuera de eso, el algoritmo no tiene mayores contemplaciones: puede sugerir tanto abrir una escuela como cerrar dos o despedir a diez profesores, aun cuando fuera del computador eso no sea tan sencillo.
—Las municipalidades tienen todos los datos, pero una cosa es tener millones de datos, y otra cosa es tener información —dice el matemático—, nosotros hacemos matemáticas para objetivar las cosas. Claro que también hay subjetividades: basta cerrar una escuela para que los padres se encadenen a la reja. Pero no somos tecnócratas, no todo lo que dice el computador es palabra de Dios. Si hay escuelas que no se pueden cerrar, porque reciben niños vulnerables o porque tienen un rol importante en la comunidad, nuestro algoritmo permite señalar, por ejemplo, que esa no se toca. En esto hay decisiones políticas, pero podemos dar una orientación económica sobre la que decidir. Nuestro objetivo es que el ministerio corra esto todos los años, antes de decidir.
Cuando termina de decir esas cosas, Paula Uribe le avisa que los números ya dejaron de caer. En su pantalla, una serie de cifras ilegibles da un reporte sobre qué movimientos hacer para cada colegio de la simulación. Arriba de todos los datos, el supercomputador muestra su marca: una imagen de Lautaro hecha con ceros y unos.
—Ya encontramos el óptimo supuesto. La solución encontrada es 99.45% óptima —dice la ingeniera, sonriente—. Creo que es lo suficientemente buena.
Pasadas las seis de la tarde, el ingeniero y matemático Jorge Amaya ve caer la lluvia sobre el campus Beauchef, desde su oficina en el Centro de Modelamiento Matemático. Toda su historia está ligada a esas calles. Criado a pocas cuadras de allí, hijo de un padre artista y una madre ama de casa que se las arreglaban con poco para sobrevivir, la idea de que las matemáticas decían cosas que tenía que oír le llegó cerca de los diez años, cuando empezó a espiar los libros que llevaban los alumnos que caminaban a la facultad. A veces, cuenta, se sentaban a estudiar y él los miraba: no entendía ningún símbolo de los que observaba en sus libros, pero la inteligencia superior que insinuaban le disparaba la imaginación.
Luego se convertiría en una especie de inventor precoz: a los doce años desarmaba electrodomésticos para simplificarlos, y a los 15 había construido su primera guitarra eléctrica. A su paso por la U. de Chile, donde estudió Ingeniería Matemática y Música, siguió un magíster en Bélgica, donde vivía una hermana suya exiliada, y más tarde su doctorado en la Universidad de Lovaina. Para entonces, su amor por los números se había transformado en un amor abstracto, más puro mientras más se alejara de cualquier aplicación al mundo concreto. Su tesis de doctorado sobre optimización de algoritmos, un tema teórico en una época que internet era poco más que un experimento, le serviría, sin embargo, para dar el gran vuelco de su carrera.
Instalado en la Universidad de Chile como profesor de álgebra y cálculo, las materias que lleva tres décadas enseñando, la industria minera comenzó a acercarse a su oficina para preguntarle por las posibilidades de aplicar modelos de cálculo más sofisticados para sus faenas. A pedido de Codelco, en un preámbulo de todo lo que más tarde aplicaría a su algoritmo educacional, empezó a ayudarlos a optimizar los flujos de producción. A transformar, de la mejor forma posible, el caos de camiones y extracciones y turnos y trenes en un orden que tuviera un sentido lógico, una tarea para que la minera aún consulta a los matemáticos de la universidad.
—De pronto entré en ese plano, en buscar convertir el conocimiento matemático que tenía en instrumentos con impacto en la vida de las personas —dice— . Qué mejor que tener unas escuelas bien localizadas, bien estructuradas, bien pensadas: saber encontrar las variables para eso.
Antes de comenzar a pensar en la educación chilena, el grupo de Jorge Amaya, instalado a partir del año 2000 en el recién creado centro de modelamiento, se fogueó con ocho años dedicados a otro enorme proyecto: financiados por la Unión Europea, junto a empresas como Alstom y Siemens, crearon un algoritmo para optimizar el enjambre de pasajeros, velocidades, variables operativas y gastos de energía en los metros de París y Estambul. Pese a que el algoritmo, de nombre Osiris, fue instaurado en el sistema de transporte de la capital francesa, y a que en su momento tuvieron algunos acercamientos con Metro para traspasarlo al sistema nacional, la tecnología en Chile no se ha usado más que para algunas pruebas de concepto, una resistencia que también esperan para el algoritmo con el que pretenden impactar en el sistema educacional chileno. Amaya piensa que el problema es el miedo que muestran los empresarios chilenos a invertir en innovación real.
En 2009, antes de habitar el supercomputador más poderoso de Sudamérica y ser uno de los proyectos estrella del Centro de Modelamiento Matemático, el algoritmo educacional de Amaya tuvo un origen más modesto: ante la baja de los precios del cobre, Codelco le pidió que diseñara un sistema para mejorar los recursos que estaban invirtiendo en el campamento minero El Salvador. El algoritmo en cuestión, que tenía que incluir la optimización de los cuatro colegios del campamento, los llevó a trabajar en conjunto con el Centro de Investigación Avanzada en Educación de la U. de Chile (CIAE), para definir en conjunto todas las variables en juego. Una vez entregado el informe, tanto Amaya como Juan Pablo Valenzuela, doctor en Economía y experto en educación del centro, notaron que esos cuatro colegios del campamento bien podían ampliarse a toda la red de escuelas públicas de Chile. Todo era cuestión de cálculo.
Decidieron probar en Peñalolén y Maipú, dos comunas lo suficientemente grandes como para poner a prueba sus matemáticas. Pese al apoyo de las autoridades comunales, la tarea no fue fácil: ninguno de los dos municipios contaba con los datos de horas curriculares de los colegios, y tuvieron que recopilarlos caso a caso. Una vez que tuvieron toda la información, los resultados fueron sorprendentes: entre varios problemas de distribución, ambas comunas mostraban una sobredotación de profesores de cerca del 10%, en relación a las horas de clases que realmente hacían. La prueba también les advirtió de las fallas de su propio mecanismo: definidas con éxito las variables educativas y económicas, se dieron cuenta de que les faltaba incluir otro ámbito igual de complejo: la cambiante explosión demográfica comunal, potenciada por la inmigración.
Hoy, asociados con el Centro de Inteligencia Territorial de la Universidad Adolfo Ibáñez, están desarrollando las matemáticas necesarias para sumar esas variables al algoritmo, que le darían una proyección más certera para políticas de mediano plazo. Mientras planean una nueva prueba piloto, ahora en Pudahuel, quieren tener la versión final para fin de año, cuando haya que enfrentar la sobredemanda de colegios públicos que generará el fin del lucro en la educación particular-subvencionada.
—En el marco de esta reforma, en Chile se construyen sobre cien escuelas cada año, la mayor parte particulares subvencionadas con fines de lucro —dice Juan Pablo Valenzuela, economista del CIAE—. El lucro se acabó, y va a seguir la misma expansión urbana en distintas ciudades, pero no vas a tener al oferente que respondía a la lógica de esa demanda. Y eso el ministerio no tiene cómo responderlo. Ahora vamos a tener que planificar y saber tomar decisiones. Tenemos un sentido de urgencia, y sabemos que esta es una herramienta valiosa.
Antes que una máquina del futuro, el supercomputador Leftraru parece uno de los primeros computadores de los años 70. Una mole cuadrada, negra y resoplante que va desde el piso hasta el techo, adornada por cientos de luces verdes y naranjas. Eso es todo, una gran caja negra con cables y luces, pero también con 2.640 núcleos de potencia y 274 terabytes de almacenamiento. En otras palabras: una máquina capaz de hacer en cinco minutos lo que un batallón de matemáticos haría en siglos, en la que podrías guardar suficiente música para escuchar 300 años de corrido.
Jorge Amaya camina alrededor de él, en el subterráneo del centro, y habla de los millones de procesos que ahora mismo ese monstruo debe estar haciendo para calcular, al mismo tiempo y desde sus distintos corazones, los datos arrojados en tiempo real por los telescopios del Cerro Tololo, algún experimento genético o biológico y sus propias ecuaciones educacionales. Sigue entusiasmado: dice que en los últimos meses han tenido conversaciones con los ministerios de Colombia, Perú y Argentina, y que están cerca de terminar el desarrollo de la interfaz de usuario, a cargo de la empresa de software educativo U-Planner. Cuando todo esté listo, dice, la idea es que sea tan sencillo que cualquier autoridad pueda ingresar, tras pagar algún tipo de la licencia de uso, para simular, en un sistema similar a los mapas de Google, distintos modelos de expansión o mejoramiento del financiamiento educativo, de acuerdo a las necesidades de su comuna. Ellos se mantendrían como equipo asesor tanto para planificar esos cálculos como para interpretarlos en informes detallados.
—¿A la reforma educacional le falta ciencia?
—Claro. Yo les digo a mis alumnos: “Ok, hay que echar abajo el sistema educacional chileno, pero ¿qué hacemos después?”. Soy un partidario de la gratuidad de la educación estatal, pero cómo lo haces, es un problema técnico y de opciones. Y el cientista social está en el análisis y el diagnóstico, pero cuando llega el momento de resolver, cuando tiene que haber escuelas en todas partes, al alcance de todos: qué hacemos, cómo medimos, cómo reemplazamos. ¿Por qué no hacemos un plan inteligente? Ahí es donde entra la ciencia. Mi crítica a la reforma es que debe tener un mayor soporte de pensamiento objetivo, y no tanto de deseo o voluntarismo. Observar las cosas como son, no como uno quiere que sean.
—¿Y este algoritmo muestra cómo son?
—No es que vayamos a resolver todo, pero podemos ayudar a hacerlo, dejando de lado las barreras de la ideología. Primero hagamos una tabla rasa para saber qué tenemos y qué sería bueno hacer, luego hagamos el análisis político. En algún momento va a haber que crear escuelas, porque muchos alumnos se van a ir a las escuelas públicas y va a aumentar la masa. A eso agrégale las migraciones, el desarrollo urbano. Es una urgencia para el gobierno echar a andar la reforma educacional y va a haber sobredemanda: hay escuelas que tienen que aparecer. Aquí hay una base sólida para comparar escenarios. Algo objetivo.
Source: Revista Qué Pasa